El buen samaritano – Cuento Cristiano Corto
En un camino polvoriento, bajo un sol radiante, caminaba un hombre con paso ligero. Su nombre era Elías y se dirigía a Jerusalén para vender sus productos en el mercado. Era un hombre honesto y trabajador, conocido por su amabilidad y generosidad.
De pronto, un grupo de bandidos salió al paso, rodeándolo y arrebatándole todo: sus mercancías, sus monedas, incluso sus ropas. Lo golpearon brutalmente y lo dejaron malherido al borde del camino, dándolo por muerto.
El tiempo pasó y el sol comenzó a descender en el horizonte. Elías, débil y dolorido, yacía en la tierra, esperando una ayuda que no parecía llegar. De pronto, un sacerdote que se dirigía al templo pasó junto a él. Al verlo, se acercó con cautela, observando sus heridas desde lejos. Sin embargo, al sentir la incomodidad de la situación y la posibilidad de contaminarse con la sangre del hombre, el sacerdote decidió seguir su camino sin ofrecerle ayuda.
Más tarde, un levita, un ayudante del templo, también pasó por el lugar. Al ver a Elías, se acercó con cierta curiosidad, pero al igual que el sacerdote, se llenó de temor al contacto con la sangre y las heridas. Murmurando una oración por el alma del hombre, el levita también siguió su camino, abandonándolo a su suerte.
Las horas se convirtieron en una agonía para Elías, quien ya perdía la esperanza. Pero de repente, un hombre a caballo se aproximó. Era un samaritano, un extranjero despreciado por los judíos. Al ver a Elías tendido en el camino, se compadeció de él.
El samaritano, llamado Omar, desmontó de su caballo y se acercó al hombre herido. Con cuidado, examinó sus heridas y limpió la sangre con su propio manto. Luego, vendó las llagas con vendas que llevaba consigo y le dio de beber agua fresca de su odre.
Omar no solo brindó primeros auxilios a Elías, sino que también lo cargó sobre su caballo y lo llevó a una posada cercana. Allí pagó al posadero para que le brindara al hombre todos los cuidados necesarios: comida, bebida, un lugar donde descansar y la atención de un médico.
Al día siguiente, Omar tuvo que continuar su viaje, pero antes de partir, le dio al posadero algunas monedas y le dijo: «Cuida de este hombre como si fuera tu propio hermano. Cuando yo regrese en unos días, te pagaré lo que haga falta por su cuidado».
El posadero, conmovido por la compasión del samaritano, se comprometió a cuidar de Elías hasta su completa recuperación. El hombre, agradecido por la bondad de Omar, le preguntó su nombre y su origen, a lo que el samaritano respondió: «Me llamo Omar y soy de Samaria».
Elías, sorprendido por la generosidad de un hombre al que su propia gente consideraba impuro, le dijo: «Gracias, Omar. Nunca olvidaré tu bondad. Dios te bendiga por tu compasión».
El samaritano se despidió y continuó su viaje, dejando un legado de amor y misericordia en el corazón de Elías. A partir de ese día, Elías comprendió que la bondad no tiene fronteras ni distinción de razas, y que la verdadera religión se manifiesta en la acción desinteresada y en la compasión por el prójimo.
Moraleja: El amor al prójimo no conoce fronteras ni prejuicios.
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