La Leyenda del Chupacabras
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La leyenda del Chupacabras cuenta la valiente historia de un niño que, en lugar de temer a la misteriosa criatura, encontró una forma de convivir con ella, forjando una insólita amistad para proteger su granja.
La Leyenda del Chupacabras
En una pequeña granja de México, hace muchos años, vivía un niño llamado Pedro. Pedro era un niño muy valiente y le encantaba cuidar a los animales de la granja. Sin embargo, una noche, algo extraño sucedió. El abuelo de Pedro entró a la casa con cara de preocupación y les dijo a todos:
— ¡Algo ha atacado a las cabras del vecino! ¡Han aparecido muertas con marcas de colmillos en el cuello y no queda ni una gota de sangre en sus cuerpos!
La familia se alarmó, pero Pedro, lleno de curiosidad, decidió que tenía que descubrir qué estaba sucediendo. Al día siguiente, fue a visitar al vecino y vio las pobres cabras tendidas en el suelo. Pedro notó que había algo raro: todas las cabras parecían dormidas, pero sus ojos mostraban miedo, como si hubieran visto a un monstruo.
El abuelo, que había vivido muchos años en la región, le contó a Pedro una historia:
— Hace mucho tiempo, la gente hablaba de una criatura llamada el Chupacabras. Dicen que aparece en las noches oscuras y ataca a los animales para beber su sangre.
Pedro, en lugar de asustarse, decidió que debía proteger a sus animalitos. Esa noche, se escondió en el granero con su linterna y un palo. Estaba decidido a enfrentarse a lo que fuera que estuviera acechando en la oscuridad. Pasaron las horas y, de repente, escuchó un ruido extraño. ¡Algo se movía entre los arbustos!
Con el corazón latiendo muy fuerte, Pedro apuntó con la linterna hacia donde venía el ruido. Al iluminar los arbustos, se dio cuenta de que algo se movía. De repente, ¡lo vio! Era una criatura pequeña, de no más de un metro, con ojos rojos como brasas encendidas y colmillos afilados. Tenía la piel escamosa y unos pinchos que le recorrían la espalda.
Pedro supo al instante que estaba frente al Chupacabras. La criatura se detuvo y lo miró fijamente. Pedro sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no se movió ni un centímetro. Entonces, con una voz sorprendentemente suave, Pedro le habló:
— ¿Por qué estás atacando a mis animales? Ellos no te han hecho daño.
El Chupacabras pareció sorprendido por la valentía del niño. En lugar de lanzarse sobre él, dio un paso atrás y gruñó, pero Pedro no retrocedió. Al ver que la criatura no atacaba, Pedro se dio cuenta de algo: tal vez no era un monstruo malvado, sino un ser solitario y hambriento.
— Si tienes hambre, podemos ayudarte —dijo Pedro, con voz calmada—. Pero no hagas daño a mis amigos. Las cabras y yo somos como una familia.
El Chupacabras se quedó quieto, como si entendiera. Pedro sacó de su bolsillo un pedazo de carne que había traído por si acaso. Lentamente, lo dejó en el suelo frente a la criatura. El Chupacabras olfateó el aire, se acercó, y tras un momento de duda, tomó la carne y la devoró en silencio.
Esa noche, Pedro y el Chupacabras se quedaron mirándose bajo la luz de la luna. El niño le prometió que, si no volvía a atacar a los animales de la granja, le dejaría comida todas las noches. La criatura asintió levemente con su cabeza y desapareció en la oscuridad.
Desde entonces, nunca más hubo un ataque en la granja. Pedro cumplió su promesa y dejó comida todas las noches al borde del bosque. El Chupacabras, agradecido, se convirtió en el protector silencioso de la granja, manteniendo alejados a otros peligros.
Así, Pedro y el Chupacabras forjaron una extraña pero sincera amistad. Aunque los vecinos seguían hablando del misterioso monstruo, Pedro sabía que, en realidad, solo era un ser solitario que buscaba un poco de comprensión.