La oveja perdida – Cuento Cristiano Corto
En las verdes laderas del monte Carmelo, donde el sol acariciaba la hierba y las flores silvestres perfumaban el aire fresco de la mañana, vivía un pastor llamado David. Un joven de corazón noble y mirada serena, que dedicaba su vida al cuidado de un rebaño de cien ovejas.
Cada mañana, David guiaba a su rebaño por los prados más frescos, donde las ovejas podían corretear y jugar bajo la sombra de los árboles frondosos. Las ovejas lo conocían bien y lo seguían con confianza, reconociendo su voz y su silbido familiar. David era más que un pastor para ellas, era un amigo, un protector, una figura de confianza en el verde mar de la pradera.
Un día, mientras el sol brillaba con intensidad y las ovejas balaban alegremente, David se percató de la ausencia de una de ellas. La buscó por todo el prado, recorriendo cada rincón y llamando su nombre con voz paciente, pero no la encontró. La preocupación se apoderó de su corazón, pues no podía permitir que una de sus ovejas se perdiera en la vastedad del monte Carmelo.
Tomando una decisión valiente, David dejó a las 99 ovejas seguras en el prado, bajo la atenta mirada de un perro pastor. Sabía que era un riesgo, que las ovejas restantes podían ser atacadas por lobos o extraviarse en la maleza, pero el amor por cada una de ellas era más fuerte que el miedo. No podía dejar a una sola oveja a su suerte, su responsabilidad como pastor era protegerlas a todas.
Emprendió entonces una búsqueda incansable por la ladera del monte. Caminó durante horas bajo el sol radiante, explorando cada recoveco, cada hondonada, cada bosquecillo. Su mirada escudriñaba cada detalle del paisaje, buscando cualquier rastro de la oveja perdida. La esperanza se diluía en su corazón con el paso del tiempo, pero la determinación de encontrarla lo impulsaba a seguir adelante.
De pronto, a lo lejos, un débil balido llegó a sus oídos. El corazón de David dio un vuelco de alegría y esperanza. Siguiendo el sonido con precisión, se dirigió hacia un matorral espeso. Allí la encontró, atrapada entre las ramas, con las patas enredadas y el rostro lleno de miedo. Al ver al pastor, la oveja baló con un tono que expresaba alivio y alegría.
David, con una sonrisa radiante en su rostro, se acercó a la oveja y la liberó del matorral con cuidado. La tomó en sus brazos, sintiendo su suave lana y su cálido aliento, y la cargó sobre sus hombros con una fuerza renovada. La oveja, dócil y agradecida, se acurrucó en el regazo del pastor, como si entendiera la profundidad del amor que la había rescatado.
De regreso al prado, las 99 ovejas corrieron a su encuentro, reconociendo el aroma familiar de su compañera. Se arremolinaron alrededor de David, balando con alegría y agitando sus colas peludas. La oveja rescatada, al sentir el calor del rebaño, se sintió segura y feliz de haber regresado a su hogar.
Esa noche, mientras las estrellas brillaban en el cielo y las ovejas dormían plácidamente bajo la luz de la luna, David se sentó junto al fuego y meditó sobre lo vivido. Comprendió que el amor de Dios por cada persona es como el suyo por cada oveja: un amor incondicional que busca sin descanso a los que se han alejado y los recibe con los brazos abiertos cuando regresan.
La parábola de la oveja perdida se convirtió en una enseñanza viva para David. Le recordaba que su labor como pastor era un reflejo del amor de Dios, un amor que no se limita a las 99 ovejas seguras, sino que busca con fervor a la única que se ha extraviado.
Moraleja: Dios ama a cada persona y se preocupa por los que se alejan del camino correcto.
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