La Princesa y el Guisante (Versión Corta)

La Princesa y el Guisante

En un reino lejano, donde las montañas rasgaban el cielo y los ríos susurraban melodías cristalinas, vivía un príncipe llamado Arturo. Arturo era un joven apuesto y noble, con un corazón tan puro como la nieve que coronaba las cumbres. Su única preocupación era encontrar una esposa digna de su reino, una princesa de corazón tan radiante como su belleza.

Arturo recorrió el mundo, visitando reinos opulentos y palacios majestuosos. Conoció a princesas de todos los rincones, con ojos que brillaban como zafiros y cabellos que fluían como cascadas de oro. Sin embargo, ninguna de ellas llenaba el vacío en su corazón. En cada una, encontraba una pizca de vanidad, una sombra de egoísmo, un destello de falsedad que apagaba su entusiasmo.

Un día, mientras regresaba al castillo cabalgando por un bosque encantado, Arturo se encontró con una joven empapada y temblorosa. La tormenta había azotado con furia, convirtiendo los caminos en ríos de barro y los árboles en espectros danzantes. La joven, con un vestido harapiento y el rostro surcado por las lágrimas, le suplicó refugio.

Arturo, conmovido por su desamparo, la condujo al castillo. La reina Isabel, mujer de gran sabiduría y astucia, observaba con recelo a la joven. Aunque su belleza era evidente, algo en su mirada la intrigaba. Decidida a poner a prueba su linaje, la reina ideó una prueba infalible.

En la habitación de la princesa, bajo veinte colchones de la más fina pluma de ganso y veinte mantas de lana tejida por las hadas del bosque, la reina colocó un pequeño guisante. Si la joven era realmente una princesa, su delicada piel y su sensibilidad innata le impedirían descansar sobre una cama tan incómoda.

A la mañana siguiente, la reina se dirigió a la habitación con una sonrisa burlona. La joven, con ojeras y visiblemente cansada, se sentó en la cama con un suspiro. «He pasado una noche terrible», dijo con voz tenue. «Sentía como si hubiera estado acostada sobre piedras».

La reina y el rey se miraron, sorprendidos. La respuesta de la joven era la prueba irrefutable de su sangre noble. La sensibilidad de la joven al sentir el guisante a través de tantas capas de colchones y mantas demostraba su linaje real.

Arturo, con el corazón rebosante de alegría, se acercó a la joven y la miró con ojos llenos de admiración. No solo era hermosa, sino también sensible, bondadosa y resiliente. En ese instante, supo que había encontrado a la princesa que tanto había buscado.

La boda se celebró con gran pompa y alegría. El reino entero se engalanó con flores y festones, y el pueblo bailó y cantó durante días. Arturo y la princesa, ahora llamada Esmeralda, se convirtieron en reyes justos y amados, gobernando con sabiduría y bondad.

Su reinado estuvo marcado por la paz y la prosperidad. Esmeralda, con su gracia y su don para la música, llenó el castillo de alegría y armonía. Arturo, con su valentía y su sagacidad, protegió al reino de cualquier amenaza. Juntos, formaron una familia hermosa y unieron a los pueblos con su amor y comprensión.

La historia de la Princesa del Guisante se transmitió de generación en generación, recordándole a todos que la verdadera realeza no se mide por la riqueza o el poder, sino por la bondad del corazón, la sensibilidad del alma y la capacidad de amar.