«El diente roto» – Pedro Emilio Coll
Cuento Largo
Pedro Emilio Coll, maestro del modernismo venezolano, en «El diente roto» explora con delicadeza la transición de la infancia a la madurez, mostrando cómo un pequeño incidente puede transformar nuestra percepción de nosotros mismos y enseñarnos sobre la aceptación personal.
El diente roto
En un pequeño y apacible pueblo venezolano, Julián, un niño vivaz de apenas diez años, era conocido por su sonrisa amplia y su energía inagotable. Cada tarde, después de terminar sus deberes escolares, corría con sus amigos a la plaza central, donde organizaban carreras, jugaban a las escondidas y soñaban con aventuras imaginarias. La plaza, con su fuente de piedra y sus frondosos árboles, era el corazón de su infancia, el escenario de sus mayores alegrías.
Una tarde soleada, mientras corrían por el adoquinado jugando a “policías y ladrones”, ocurrió un accidente que Julián nunca olvidaría. Mientras huía de su amigo Enrique, tropezó con una raíz que sobresalía del suelo. La caída fue rápida, y su rostro impactó contra una piedra junto a la fuente. Cuando se levantó, con los ojos vidriosos y las manos temblorosas, sintió algo extraño en su boca. Al pasar la lengua por sus dientes, notó una pequeña mella en uno de los delanteros.
—¡Julián se rompió un diente! —gritó Enrique, señalándolo con una mezcla de asombro y risas nerviosas.
Los demás niños se acercaron, y aunque algunos se preocuparon, otros no pudieron evitar reírse. Julián, tratando de mantener la compostura, se encogió de hombros y dijo:
—No es nada, estoy bien.
Pero mientras caminaba de regreso a casa, la sensación del diente roto lo acompañaba como una punzada constante. Cuando llegó, su madre notó inmediatamente el cambio en su sonrisa.
—¡Julián, mira lo que te has hecho! —exclamó, llevándolo frente al espejo.
Por primera vez, Julián vio su reflejo. Su diente, antes perfecto, ahora tenía un borde irregular. Lo que al principio le parecía insignificante empezó a crecer en su mente. El diente roto no era solo una mella; era una grieta en su identidad, una marca que, según él, lo hacía diferente y menos agradable a los ojos de los demás.
A partir de ese día, Julián dejó de sonreír con la misma naturalidad. En la escuela, evitaba hablar en público y bajaba la cabeza cuando alguien intentaba mirarlo de cerca. Incluso con sus amigos, se mostraba distante, inventando excusas para no jugar. Cada vez que pasaba frente al espejo, no veía a un niño con una sonrisa traviesa, sino a alguien marcado por un defecto que, aunque pequeño, parecía enorme a sus ojos.
El tiempo pasó, y la vida en el pueblo siguió su curso. Sin embargo, Julián permanecía ensimismado, evitando las risas y las bromas que antes lo hacían feliz. Un día, mientras caminaba por las calles polvorientas del pueblo, notó a Don Fermín, el herrero. Era un hombre fuerte y robusto, conocido por su habilidad para trabajar el metal y por su carácter jovial. Siempre estaba rodeado de gente, contando historias y riendo a carcajadas. Julián lo observó con curiosidad y notó algo sorprendente: Don Fermín también tenía un diente roto, pero eso no parecía afectarle en absoluto.
Después de reunir valor, Julián se acercó y le preguntó tímidamente:
—Don Fermín, ¿no le molesta tener un diente roto?
El herrero, con una risa que resonó como un martillazo en su fragua, respondió:
—¿Molestarme? ¡Para nada, muchacho! Este diente roto tiene su propia historia. Me lo rompí cuando tenía tu edad, jugando con mis amigos. Desde entonces, cada vez que lo veo en el espejo, recuerdo ese día y sonrío.
Julián, intrigado, preguntó:
—¿No cree que se ve feo?
Don Fermín le puso una mano en el hombro y, mirándolo a los ojos, dijo:
—Las cicatrices, las marcas y hasta los dientes rotos nos cuentan quiénes somos. Este diente no me hace feo; me hace único. Cada vez que alguien lo nota, tengo una historia para contar. Y tú también deberías ver el tuyo como parte de lo que te hace especial.
Esa noche, Julián reflexionó sobre lo que le había dicho Don Fermín. Por primera vez en semanas, se miró en el espejo y sonrió, aunque tímidamente. Recordó la caída, las risas de sus amigos y el calor de la tarde. Poco a poco, empezó a darse cuenta de que el diente roto no era un defecto, sino un recuerdo de su infancia, una historia que, como decía Don Fermín, lo hacía único.
Con el tiempo, Julián recuperó la confianza. Volvió a jugar en la plaza con sus amigos, riendo y sonriendo sin temor. Cuando alguien notaba su diente roto, en lugar de avergonzarse, contaba la historia de cómo había ocurrido, siempre añadiendo un poco de dramatismo para hacerla más emocionante.
Años después, ya convertido en un joven adulto, Julián recordaría ese incidente no como una tragedia, sino como una lección sobre la aceptación y el valor de ser uno mismo.
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