«El piano viejo» – Rómulo Gallegos
Cuento Largo

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«El piano viejo» es un relato que refleja la esencia de las obras de Rómulo Gallegos, en las que la conexión con el pasado, la familia y el entorno cultural venezolano se entrelazan para dar vida a una historia de redescubrimiento, esperanza y belleza.

A través de un objeto olvidado, se abre una puerta hacia los sueños y la transformación personal.

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El piano viejo

En el barrio El Progreso, un rincón humilde de Caracas donde las calles estaban hechas de tierra y las casas parecían sostenerse gracias al esfuerzo de sus habitantes, vivía la familia Villalba. Don Sebastián, el padre, era un carpintero conocido por su dedicación y su habilidad para reparar casi cualquier cosa con sus manos fuertes y callosas. Doña Amalia, su esposa, era una mujer práctica, siempre ocupada en la tarea de mantener el hogar y criar a sus dos hijos: Elena, de doce años, y Miguel, de nueve. Aunque no tenían lujos, la familia Villalba se mantenía unida, enfrentando juntos las dificultades de la vida.

Un día, mientras limpiaban el desván en busca de espacio para guardar herramientas, Miguel tropezó con un objeto grande cubierto por una vieja sábana.

—¡Papá, ven a ver! —llamó, con la emoción que solo un niño podía tener ante un descubrimiento inesperado.

Don Sebastián se acercó y, con un gesto curioso, retiró la sábana para revelar un piano antiguo. Sus teclas estaban amarillentas, y la madera, oscura y agrietada, mostraba signos de abandono. Las cuerdas del interior estaban cubiertas de polvo, y una de las patas parecía a punto de ceder.

—¿Un piano? —preguntó Elena, sorprendida.

Don Sebastián, con una sonrisa nostálgica, explicó que el piano había pertenecido a su abuelo, un músico de pueblo que había tocado en reuniones y fiestas, llenando los salones con su música alegre. Cuando el abuelo murió, el piano quedó olvidado en el desván, demasiado grande para deshacerse de él, pero demasiado costoso de mantener.

—¿Puedes tocarlo? —preguntó Miguel con curiosidad.

Don Sebastián negó con la cabeza. La música, dijo, había quedado en el pasado. Pero mientras hablaba, los ojos de Elena se iluminaron. Aunque nunca había pensado en tocar un instrumento, algo en ese piano la atraía, como si hubiera esperado años para que alguien lo descubriera de nuevo.

—¿Podemos arreglarlo, papá? —preguntó con entusiasmo.

Don Sebastián suspiró. Restaurar un piano no era tarea fácil, y mucho menos barata. Sin embargo, al ver la pasión en los ojos de su hija, sintió que no podía negarse.

Las noches de Don Sebastián, que antes se dedicaban a su descanso tras largas jornadas de trabajo, se transformaron en un taller improvisado. Con herramientas simples, comenzó a limpiar el piano, reparar la madera y ajustar las teclas. Miguel ayudaba con pequeños trabajos, mientras que Elena se sentaba cerca, observando cada movimiento y soñando con las melodías que algún día tocaría.

Cuando el piano estuvo finalmente listo, después de semanas de esfuerzo, Elena fue la primera en sentarse frente a él. Sus dedos, al principio tímidos, presionaron una tecla que emitió un sonido débil pero claro. Luego otra, y otra más. Aunque nunca había recibido lecciones de música, parecía que una memoria antigua guiaba sus manos.

La música que empezó a salir del piano era sencilla, pero hermosa. Al principio eran notas sueltas, luego melodías que ella misma inventaba. Los vecinos, curiosos por los sonidos que salían de la casa de los Villalba, comenzaron a acercarse. Pronto, las tardes se llenaron de niños y adultos que se reunían alrededor del piano, escuchando a Elena tocar.

Elena no solo aprendió a tocar; se convirtió en el alma del barrio. Su música alegraba las tardes, calmaba los días difíciles y ofrecía un escape de las preocupaciones cotidianas. Incluso Doña Amalia, que al principio veía el piano como un lujo innecesario, comenzó a sentarse a escuchar con una sonrisa en el rostro.

Un día, mientras Elena practicaba, Don Sebastián le entregó un libro viejo de partituras que había encontrado en el desván. Aunque las páginas estaban gastadas y algunas notas eran difíciles de leer, Elena lo tomó como un tesoro. Poco a poco, aprendió a descifrarlo, combinando lo que leía con lo que sentía.

El piano no solo transformó a Elena, sino también a toda la familia. Don Sebastián se sintió orgulloso de haber devuelto la vida a un objeto que parecía destinado al olvido. Doña Amalia, por su parte, encontró en la música un alivio para las preocupaciones del día a día. Miguel, aunque no compartía la pasión de su hermana, disfrutaba viendo cómo sus amigos del barrio se reunían en su casa, llenando el lugar de risas y alegría.

Un día, un visitante inesperado llegó al barrio. Era un hombre mayor, vestido con ropa sencilla, pero con un aire elegante. Se presentó como un amigo del abuelo de Don Sebastián, un músico que había tocado junto a él en su juventud. Al escuchar que el piano del abuelo había sido restaurado, quiso verlo por sí mismo.

El hombre quedó maravillado al escuchar a Elena tocar. Aunque sus notas eran simples, había una pasión en su interpretación que lo conmovió profundamente.

—Tienes un don, niña —dijo, con una sonrisa cálida—. Nunca dejes que la música se apague en tu vida.

El hombre, antes de marcharse, dejó un pequeño obsequio para Elena: una partitura especial que su abuelo había compuesto, una melodía que nunca había sido tocada por nadie más. Para Elena, fue como recibir una conexión directa con sus raíces, un regalo que llevaba consigo la memoria de su familia.

El piano viejo, que había llegado a la familia como un objeto olvidado, se convirtió en un símbolo de esperanza, unión y sueños. Para Elena, representaba algo más: la posibilidad de descubrir quién era realmente, a través de cada tecla, de cada melodía.

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