«Un regalo para Julia» – Francisco Massiani Cuento Largo

La princesa y el sapo imagen para imprimir

Julia recibe un regalo inesperado que despierta en ella recuerdos, emociones y lecciones sobre el valor de la amistad y el amor.

Un regalo para Julia

En un pequeño pueblo rodeado de montañas verdes y un río que susurraba historias antiguas, vivía Julia, una niña de diez años. Tenía ojos grandes y curiosos, y una sonrisa tímida que reservaba para quienes realmente se ganaban su confianza. Julia pasaba sus días explorando los prados y bosques cercanos con Pipo, su fiel perro de orejas caídas. Su lugar favorito era el río, donde las piedras brillaban al sol y los peces jugaban entre las corrientes. Pero últimamente, sus paseos no eran los mismos. Su mejor amigo, Andrés, se había mudado a la ciudad, dejando un vacío que ni siquiera las travesuras de Pipo podían llenar.

Andrés era su compañero de aventuras, su aliado en misiones secretas y su confidente. Juntos habían construido castillos de barro, cruzado el río descalzos y contado historias de dragones y piratas. Pero ahora, Julia sentía que esas historias no tenían sentido sin él. La casa de Andrés, que estaba justo al lado de la suya, estaba vacía. Cada vez que pasaba por ahí, la tristeza le pesaba en el corazón.

Un sábado por la tarde, mientras ayudaba a su mamá a limpiar el ático, encontró algo inesperado. Entre cajas polvorientas y juguetes olvidados, vio una pequeña caja envuelta en papel rojo brillante. Había una nota encima, escrita con la letra inclinada y un poco desordenada de Andrés: «Para Julia, ábrelo cuando más me extrañes.»

Julia sintió un nudo en la garganta. Se sentó en el suelo, sosteniendo la caja entre sus manos, preguntándose qué había dentro. Recordó cómo Andrés solía sorprenderla con pequeñas cosas: una flor extraña que había encontrado, una hoja con forma de estrella o una roca que decía que era mágica. Su corazón latía rápido mientras deshacía el nudo del cordel que envolvía la caja.

Dentro, encontró dos cosas: un pañuelo de colores brillantes y una piedra blanca y lisa. Miró el pañuelo con detenimiento; lo reconoció de inmediato. Era el mismo que Andrés usaba en sus aventuras, atado al cuello como una capa o al mástil improvisado de sus «barcos» cuando jugaban a ser exploradores. La piedra también le resultaba familiar. Era una de las que habían recogido juntos en el río. Tenía una forma perfecta, como si el agua la hubiera acariciado durante siglos.

Debajo de esos objetos había una carta, doblada cuidadosamente. Julia la desplegó con manos temblorosas y leyó en voz baja:

«Querida Julia: Sé que me extrañarás, pero quiero que sepas que estoy contigo en cada piedra del camino y en cada aventura que vivas. Este pañuelo es para que lo uses como capa cuando seas una heroína, o como bandera cuando conquistes tus propios sueños. La piedra es para que recuerdes que la amistad, como las rocas del río, es fuerte y perdura. No importa dónde estemos, siempre serás mi mejor amiga. Te prometo que nos volveremos a ver. Tu amigo siempre, Andrés.»

Julia sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, pero no eran lágrimas de tristeza, sino de gratitud. Andrés no solo había dejado un regalo, sino una parte de sí mismo. Abrazó la piedra contra su pecho y ató el pañuelo al cuello. Pipo la miró, moviendo la cola, como si supiera que algo importante estaba ocurriendo.

Esa tarde, Julia decidió ir al río. Llevó consigo el pañuelo y la piedra, y caminó despacio, dejando que el aire fresco del bosque despejara su mente. Cuando llegó al agua, recordó cómo Andrés le enseñó a equilibrar las piedras para construir pequeños puentes. Se arrodilló en la orilla y comenzó a apilar piedras, una encima de otra. Cada piedra representaba un recuerdo: la vez que rescataron a un pájaro herido, la tarde en que se escondieron de la lluvia bajo un árbol gigante, y el día que prometieron ser amigos para siempre.

Mientras trabajaba, notó algo brillante en el agua. Era otra piedra blanca, similar a la que Andrés le había regalado. Julia la recogió y la guardó en su bolsillo. La vida en el pueblo seguía adelante, y aunque Andrés no estaba, Julia sintió que una parte de él seguía presente en cada rincón del río y del bosque.

Con el tiempo, el pañuelo se convirtió en su compañero inseparable. Lo usaba como capa cuando jugaba a ser una heroína, o lo ataba a un palo cuando quería imaginarse explorando tierras lejanas. La piedra blanca siempre estaba en su bolsillo, recordándole que, aunque Andrés estuviera lejos, su amistad seguía siendo fuerte.

Pasaron meses, y un día, cuando menos lo esperaba, llegó una carta. Era de Andrés. En ella le contaba sobre su nueva vida en la ciudad: cómo había hecho nuevos amigos, cómo la escuela era diferente y cómo extrañaba los días en el río. También le decía que tenía una caja igual a la suya, con otra piedra blanca, para que ambos tuvieran algo que los conectara, sin importar la distancia.

Julia respondió con entusiasmo, contándole sobre sus nuevas aventuras con Pipo, cómo había encontrado otra piedra blanca y cómo el pañuelo se había convertido en su «capa mágica». Así comenzó una correspondencia que mantuvo viva su amistad a lo largo de los años.

Un día, mucho tiempo después, Julia recibió una noticia que la llenó de alegría: Andrés regresaría al pueblo para visitarla. Cuando se encontraron, fue como si nunca se hubieran separado. Fueron juntos al río, esta vez llevando ambas piedras blancas. Allí renovaron su promesa: pase lo que pase, siempre serían amigos.

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