Hace muchos siglos, cuando las montañas de El Cajas eran jóvenes, una pequeña comunidad indígena vivía cerca de las alturas. Los habitantes dependían del agua pura de los ríos y lagunas para sus cultivos, pero un año la sequía azotó la región. Los riachuelos se secaron, las cosechas comenzaron a morir y los animales sufrían de sed.

La comunidad, desesperada, acudió a Pachamama, la madre tierra, rogándole por ayuda. Una anciana sabia del pueblo, conocida como Mama Illa, recomendó que todos se reunieran en la cima de una montaña para hacer una ceremonia en honor a los espíritus de la naturaleza.

Esa noche, mientras los aldeanos oraban y ofrecían sus mejores frutos y tejidos, una figura misteriosa apareció entre las sombras. Era un hombre alto, vestido con un manto de plumas brillantes que reflejaban la luz de la luna. Su voz era profunda y resonante.
—Soy el guardián de las montañas —dijo—, y he escuchado sus súplicas. Pero antes de ayudarlos, debo ponerlos a prueba.

El guardián les pidió que subieran a la cumbre más alta al amanecer y trajeran consigo un símbolo de unidad y esperanza. Al día siguiente, el pueblo trabajó unido para tallar una figura de piedra que representaba un cóndor, símbolo de los Andes. Subieron con esfuerzo hasta la cima, llevando la estatua.

Cuando llegaron, el guardián apareció de nuevo. Al ver su esfuerzo y determinación, tocó la tierra con su bastón, y en ese instante, una corriente de agua brotó desde el corazón de la montaña, llenando la tierra con una hermosa laguna que reflejaba el cielo.

Desde entonces, la laguna de El Cajas se convirtió en un símbolo de vida y unidad para el pueblo, y se dice que, hasta el día de hoy, el espíritu del guardián vigila sus aguas, protegiendo la pureza del lugar.