A buen entendedor, pocas palabras bastan
En un pequeño pueblo de la ribera del Ebro vivía un joven labrador llamado Miguel. Miguel era un chico trabajador y honesto, que se levantaba al alba para trabajar en sus campos de trigo y hortalizas. Un día, mientras araba la tierra con su mula, vio a lo lejos a un anciano harapiento que se acercaba a él. El anciano tenía la mirada triste y el rostro curtido por el sol y el viento.
“Buenos días, jovencito”, dijo el anciano con voz temblorosa. “¿Podrías darme un poco de pan y agua? Llevo días sin comer y estoy muy débil.”
Miguel, conmovido por la mirada del anciano, le respondió:
“Por supuesto, señor. En mi casa encontrará pan fresco, queso y un jarro de agua. Le invito a que descanse y se reponga.”
El anciano, con una sonrisa de agradecimiento, siguió a Miguel hasta su humilde casa. Allí, el joven labrador le ofreció un plato de pan con queso y un jarro de agua fresca. El anciano comió y bebió con avidez, y luego se sentó junto a la chimenea para descansar.
“Muchas gracias por tu hospitalidad, jovencito”, dijo el anciano. “Eres un chico bueno y generoso. Dios te lo recompensará.”
“No es nada, señor”, respondió Miguel. “Es mi deber ayudar a los que lo necesitan.”
El anciano se quedó un rato más conversando con Miguel. Le habló de su vida, de sus viajes y de las muchas cosas que había aprendido a lo largo del camino. Miguel escuchaba con atención, fascinado por las historias del anciano.
“Es hora de que me vaya”, dijo el anciano al cabo de un rato. “Pero antes de irme, quiero darte un regalo.”
El anciano sacó de su bolsa una pequeña caja de madera y la entregó a Miguel.
“Abre la caja”, le dijo.
Miguel abrió la caja y encontró dentro una pequeña piedra verde brillante.
“¿Qué es esto?”, preguntó Miguel.
“Es una esmeralda”, respondió el anciano. “Es una piedra preciosa que tiene el poder de conceder deseos. Pero solo funcionará si la usas con sabiduría.”
“Muchas gracias, señor”, dijo Miguel, sin saber muy bien qué pensar.
El anciano se despidió de Miguel y se echó a andar por el camino. Miguel lo vio alejarse y luego se dirigió a su habitación para guardar la esmeralda en un lugar seguro.
Esa noche, Miguel no pudo dormir. Pensaba en la esmeralda y en el poder que tenía para conceder deseos. ¿Qué desearía? ¿Riqueza? ¿Fama? ¿Amor?
Al cabo de mucho pensar, Miguel llegó a una conclusión. No deseaba nada material. Lo que realmente quería era ser feliz y vivir una vida tranquila y honesta, como la del anciano.
A la mañana siguiente, Miguel se levantó temprano y se dirigió al campo. Sacó la esmeralda de su escondite y la miró con detenimiento.
“No necesito ningún deseo”, dijo en voz alta. “Soy feliz con lo que tengo. Solo quiero seguir trabajando duro y ayudar a los demás.”
En ese momento, la esmeralda brilló con intensidad y luego se transformó en una pequeña bandada de pájaros que emprendieron el vuelo hacia el cielo. Miguel sonrió. Había comprendido que el verdadero valor de la esmeralda no estaba en su poder para conceder deseos, sino en la lección que le había enseñado el anciano: a buen entendedor, pocas palabras bastan.